lunes, 5 de abril de 2010

Algo sobre la traición



Por: Carlos Duclos


A menudo suele suponerse que el concepto de traición se limita a ciertos casos graves de quebrantamiento de la lealtad. No es así, de ningún modo. Un vil traidor es aquel que abandona a su prójimo cuando este lo necesita o reclama. Un traidor a todo color es quien da la espalda a ese mismo que lo ayudó o complació siempre y que en determinada circunstancia clama ayuda o solidaridad. Para Dante, por ejemplo, la traición era un pecado u aberración en la conducta humana intolerable. Por eso en la Divina Comedia a Judas, el traidor por antonomasia, lo pone en el último nivel del infierno. Antonio Machado decía que en el análisis psicológico de todas las traiciones, siempre se encontrará la mentecatez de Judas Iscariote. Ni más ni menos.


La acción del traidor es doblemente dolorosa para la víctima, porque no sólo que la deja en la soledad, sino que le determina otra pena en razón de comprender la mezquindad, el egoísmo y ruindad de aquel en quien confiaba. La traición y los traidores, están a la orden del día. Especialmente en una sociedad individualista en donde se ha impuesto la cultura del “yo primero”.


Claro que la traición no es de ahora, sino de siempre. Y no sólo de los malos por naturaleza (como Judas) sino de los buenos que suelen tener relámpagos de maldad. El Evangelio cuenta, por ejemplo, no sólo la traición de Judas, sino la de los mismos discípulos de Jesús quienes cuando los guardias van a apresarlo huyen al fin. El propio basamento de la Iglesia, Pedro, lo niega tres veces. Francisco de Asís, por ejemplo (que para ser santo no necesitó ser sacerdote), ese hombre extraordinario que dio testimonio de cómo se debe honrar a Dios, vivió la más amarga de sus experiencias cuando los propios hermanos de la orden que fundó (franciscanos o hermanos menores) le dieron la espalda. Él pedía un favor y se lo negaban. Todo iba bien cuando eran pocos y pobres, pero cuando la orden creció lo hizo también la ambición por el poder, la riqueza y la gloria. Lo de San Francisco es extraordinario, porque lejos de quejarse se retiraba a orar cuando sus compañeros le negaban favores. Debe haber sido por la comprensión de que la ambición por el poder catapulta la traición, que en determinado momento Francisco renuncia a seguir dirigiendo a la próspera orden. Se da cuenta de que sólo puede confiar en alguien que fue eternamente traicionado, en alguien que por tal motivo jamás lo traicionaría: Dios.


Tal parece que el destino del hombre es ese: traicionar y ser traicionado. Claro que hay quienes en la balanza son más lo uno que lo otro. Y hay escándalos. El escándalo del que confía y es desdeñado; el del inocente que clama y es abandonado por el líder; el del que ha hecho de la lealtad un culto en el amor de pareja, por ejemplo, y se encuentra con que en realidad había estado durmiendo con el enemigo. Está también el escándalo del que se escabulle cuando el amigo fiel clama por ayuda; el del compañero de trabajo que pide un favor y le es negado; el del que prodiga justicia y cuando la reclama se encuentra con un “no”.


Hay quienes apelan a la venganza como reacción ante la traición. Los sabios dicen, no obstante, que ello no es necesario, pues más tarde o más temprano el traidor se consume en su propia salsa. Parece ser cierto aquello que fue dicho por el cónsul romano Cepión cuando los traidores reclamaron la paga por el asesinato de Viriato, el enemigo del imperio: “Roma no paga traidores”. La vida tampoco, aunque parezca mentira.




Gracias Hector por tu maravilloso aporte